martes, 17 de abril de 2007

EL UMBRAL DE LA PUERTA

El día que regresé a su lado, ella estaba ahí en el umbral de la puerta, muda y silenciosa, esperando que un día yo regresara.
La había dejado a la deriva, persiguiendo un sueño que no alcanzaría jamás. Ella me parecía una flor que iba secándose poco a poco, sin pena ni gloria alguna. Yo no alcancé a dejar mi semilla dentro de ella. Me decía yo mismo, que no hay peor mal para el amor que el mismo amor, y no quise nunca ser un tronco vacío, incapaz de dar fruto alguno. Y aún a pesar de eso, a ella no le incomodaba ni le quemaba en absoluto, mi esterilidad. No tenía otra razón para vivir sino el de retenerme a su lado a cualquier precio.
Creo que nunca pensó ni siquiera lo soñó; y es más, ni la más diminuta idea abrigó su pensamiento, que un día yo cruzara el umbral de la puerta, y me fuera por un sendero desconocido, con la posibilidad de no volver mas nunca.
Ya antes de que nos casáramos añoramos día a día, por mucho tiempo el retoño de nuestro amor. Esperábamos su llegada desde algún remoto lugar. Al no ver realizado ese sueño, nuestra casa nos parecía vacía, enorme, silenciosa, sin alguna travesura que rompiera la rutina, sin una risa leve, sin un grito o un lloriqueo que partiera la monotonía. Los Bientefué entonaban su canto, sentados en la copa del árbol más alto del jardín. Y nosotros nos pasábamos sentados sobre la alfombra, al calor de la hoguera de la chimenea. Algunas noches nos amábamos hasta el cansancio, con la esperanza de oír un día el latido fuerte de un nuevo corazón, dentro del vientre de Magdalena. La luna redonda de abril, y las nubes oscuras de noches tibias, fueron testigos de ese sueño nuestro.
Mi martirio se volvió para mí inadmisible desde aquel día que descubrí que yo no podría engendrar nuestro amor con un hijo. Entonces un maligno rencor de odio, a mí mismo, se me incrustó en el pecho. No hablé con nadie de mi frustración masculina ni siquiera con la mujer de mi vida con quien me casé. Callé igual que un cordero cuando es conducido al matadero. Mi mirada se extravió en el oscuro callejón del silencio. Quería irme lo más pronto posible al otro lado de la vida, o a algún lugar donde podría iniciar una vida sola y desconocida. Mis ojos petrificados por la nostalgia, eran como un vidrio roto. La brusca caída de mi cabello me acongojaba sin parar. Nada era capaz de sacarme del abismo espantoso del aislamiento producto de la frustración.
Magdalena deshacía el tiempo tratando de devolverme la esperanza, con una mirada, una caricia larga en la espalda, un beso escondido en la noche o a cualquier hora del día. Contenía sus lágrimas para no mortificarme en absoluto. Permanecía al costado de la cama, en silencio, mientras yo alargaba las noches, porque quería morirme. Fingía dormir. Y ella rompía en llanto callado, tragándose nuestra ilusión. Y el rojo de sus ojos me decía que se moría en mares de lágrimas.
La preguntaba yo aún sabiendo por qué lloraba:
—Es por el hijo que nunca vendrá ¿verdad?
—No es nada. Es el viento y este maldito sol, que quema como brasa y hiere los ojos —respondía tratando de tranquilizarme, al tiempo que me agarraba de la mano con fuerza y cariño—;sólo que te estás desgastando cada día, pensando en esa absurda idea de que no podemos tener un hijo. Te estás olvidando de ti. Después de todo, un hijo, para saber que el amor existe no es todo. La culpa no es de ti ni de mí, sino de Dios, si existe y si no será del destino o el azar. Qué importancia puede tener eso ahora.
—No. Yo sé que es por mi culpa —le respondía—; por mi maldita culpa, que yo no escogí tenerla.
Y me imaginaba cómo sería el día de mi entierro. Ese día en que acabaría toda mi desdicha. Magdalena se pondría un vestido negro, apretado a su cuerpo, largo hasta los tobillos. Una magdalena pequeña de seda amarrada a la cabeza. Llorosa y temblando al pie de la tumba, no pronunciaría palabra alguna. Sólo atinaría a mascar dentro de ella un largo adiós. Sus ojos hinchados y el hilo de sus labios entumecidos, frente a los demás, no sería otra cosa, que la cara de la agonía. Hasta en ese momento terrible, en que definitivamente, estaría condenado a ser pasto de los gusanos, no dejaría ella de amarme. Me perdonaría haber nacido, con los espermas débiles, incapaces de alcanzar el óvulo, y fecundarlo siguiendo una ley de la naturaleza. Y yo ya dentro del féretro, seguiría oliendo y añorando su cuerpo. Saboreando el dulce de su boca igual que miel fresca. Por mi mente pasarían una y otra vez, el color de sus ojos, doblegándome, como la tarde que la conocí, y nos quedamos juntos, sin poder vivir lejos el uno del otro. Y la cruda realidad de, no haberla podido dar un hijo, acabaría por matarme completamente con una muerte totalmente definitiva.
El día ése que decidí marcharme, me di cuenta que no era capaz de optar por el suicidio como alternativa a mi frustración, quizá con la idea de aplacar todo sentimiento de culpa, y librar a Magdalena de la causa de mi desgracia. Ese día recuerdo que la dejé parada en el umbral de la puerta. Antes de desaparecer tragado por la silenciosa tarde teñida de un crepúsculo rojizo, sin volver la vista atrás, me pareció escuchar el golpeteo acelerado de su corazón, allá dentro de su pecho.
—Magdalena, no tiene sentido, que vivas a mi lado y que eches a perder tu vida por mi culpa. Desde este momento quedas libre. Tu felicidad está en otro lado. Yo me marcho porque no puedo darte la felicidad que mereces —le dije, pensando que tal vez ella pudiera encontrar alguien, que fuera capaz de darle algo que yo no pude.
—Sé que te vas y, posiblemente, no regreses nunca, pero yo estaré aquí esperando tu regreso un día —me dijo—. Y se quedó mirando cómo la daba yo la espalda sordo a sus súplicas e iniciaba mi marcha, sin saber a dónde.
La calle estaba quieta. Un coche pasó a toda velocidad. Las luces empezaban cobrar vida. Un aire helado raspaba las hojas de los árboles. El cielo rojizo del invierno allá arriba encima de mi cabeza. Caminé durante algunos minutos. En una esquina esperaban unas personas el bus. Quise pasar de largo, pero decidí también esperar el bus. Llevaba conmigo un equipaje liviano, lo necesario para vivir por algún tiempo más. El equipaje, que pesaba todavía más, era mi desilusión y el dolor de ver cómo mis ansias de ser feliz al lado de la mujer de mi vida, se derrumbaba, por la soledad a la que la vida me condenó o no sé quién.
Me senté en los últimos asientos del bus. Afuera la noche iba cerrándolo todo. Hubiera querido que el motorizado no se detuviera nunca. Poco a poco los pasajeros fueron bajando. Me vi solo en el bus y sentí una larga ausencia, la de Magdalena. Era mejor, sin embargo estar lejos, que ser causa de un dolor mucho más hondo, la infelicidad del ser que se ama. Bajé del bus en una esquina. El aire frío había endurecido más con las sombras de la noche. Los coches pasaban despacio con los faros encendidos. No podía quedarme en la ciudad. Estiré la mano para parar un táxi. Me metí dentro. Pedí al chofer que me llevará al terminal de buses.
Desperté en una ciudad a catorce horas de Magdalena.
Vagué de un lado a otro. La ciudad era bonita. Avenidas amplías y mucha vegetación. El aire cálido me hacía sudar a chorros y no veía montañas por ningún lado. El sol ya alto, me latigueaba la cabeza. Me hospedé en un Hostal de tres estrellas. Después de una ducha caliente bajé a la pensión, al lado del hotel, y desayuné en un absoluto silencio. El resto del día me quedé a dormir en mi habitación. Mis días en una ciudad desconocida se hicieron eternos.
A veces, mientras caminaba sin rumbo, y veía gente correr ensimismada o con una maleta en la mano. O algún mendigo en una esquina calentándose en un fuego hecho con pedazos de cartón. Me veía volviendo a casa. Magdalena se había marchado de nuestro hogar. Dejando la puerta con el cerrojo, y yo derribaba la puerta a patadas. A gritos llamaba a Magdalena. En medio de mi delirio de rabia y locura, me parecía verla sentada en el viejo sillón, un niño hermoso de tés blanca, sobre sus faldas. Estaba vieja y casi esquelética y el cabello canoso y los ojos marchitos y las arrugas de su rostro me asustaban. Ella sin alzar la cabeza ni percatarse de mi presencia, parecía que no me oía ni podía mirar. El niño en sus rodillas chupándose un dedito. Y mientras, me pongo a temblar descubro mi foto, descolorida, ajada, y al lado una foto suya y una tercera del día de nuestra boda. No puedo aguantar tanto olvido. Entonces doy media vuelta. No quiero seguir mirando la escena a raíz de mi marcha. Siento que la vida se me desgrana igual que una mazorca de maíz. Me digo que es una pesadilla y no la realidad. El remordimiento me tuerce las tripas; porque no debí marcharme y dejarte sola. Era que me quede a tu lado y envejecer contigo. Y me duele la idea de que tu estarás pesando, que fui un cretino un egoísta un hijo de mala madre por haberte abandonado. Y tengo miedo que tu ánima empiece a perseguirme y me acose, obligándome a copular, igual a aquellas noches en las que nos amábamos hasta el cansancio. Mi demencia me lleva mucho más allá. Y la veo levantarse del sillón, para lanzarse en mis brazos, y rehuyo el toque de sus manos descarnadas, el rose de sus labios secos, el aliento de su boca desdentada. Y que luego me lanzas en cara, la culpa de tu desgaste y encierro. Entonces sólo pienso en salir de la casa. Dar vuelta la llave al cerrojo y cortando el aire escapar a un lugar donde tu presencia no me encuentre jamas. Sin embargo, me digo, Magdalena estará en nuestra casa, extrañando mi cuerpo, mi voz, mis manos, el color de mi cabello. Y yo en esta ciudad desconocida, sin hogar y sin amor y sin lo mejor de ella, su tiempo, su alegría, y su tristeza.
Sin que me diera cuenta, cómo había pasado el tiempo volando. Ya llevaba diez años en esta ciudad. Logré acomodarme sin mucha dificultad a mi trabajo de oficinista. Cuantas veces al salir de mi trabajo, camino a mi hotel, en el bus me encontré con mujeres llevando en brazos un niño, y el alma parecía salirse de mi cuerpo, pensando que yo podía haber tenido la alegría de sentir el calor de un cuerpito pequeño, pegado al mío. O al contemplar una chica de cuerpo esbelto, deseaba acostarme con ella, y que quedará embarazada, pero, la realidad amarga de no servir ni siquiera para preñar una mujer, me devolvía a la realidad a mi realidad.
La soledad empezó a matarme a pesar de los diez años solo. Y lo que más me entristecía y preocupaba era que seguía extrañando con intensidad a Magdalena. La duda que me dejaba en la lona, era si todavía ella, estaría esperándome. Durante estos años ni una carta ni una miserable nota fui capaz de enviarle. Sin quererlo tal vez me propuse morir para ella, sin dejar rastro alguno ni noticia de mi paradero. Por primera vez el miedo a morir solo sin nadie, a pesar de que uno viene solo a este mundo y solo se muere, empezó a doblegarme. Y una fuerza irresistible, como si fuera la voz de Magdalena llamándome, se agitaba en mi interior, diciéndome, que la única forma de no agonizar solo era volver al lado de la mujer que siempre había amado y seguía amándola.
Después de diez años estaba decidido a regresar atrás, las catorce horas que me separaron todos estos años, por mi voluntad, de Magdalena. La diferencia era que ahora yo estaba más viejo, el noventa por ciento de mis cabellos blancos, la barba crecida a mitad canar, y más que nada cansado, con una enorme culpa dentro. A catorce horas de distancia de Magdalena me habían llevado diez años lejos. Ahora recuperar los diez años, posiblemente, me llevaría mas que catorce horas o lo último que me quedaba de vida, o quizá nunca lo recuperaría. Me hacía temblar por dentro, el momento que me asaltaba la idea de, y si tal vez Magdalena hubiera encontrado otro hombre, y le hubiera dado un hijo y ahora sería feliz, y si ya me había olvidado por completo cansada de tanta espera, o en último caso la tristeza habría terminado por matarla y estaba muerta. Pero quedaba una posibilidad, aunque remota pensaba, ella posiblemente seguiría esperando mi regreso.
Igual que diez años antes, el día que llegué a esta ciudad de clima tropical y mujeres hermosas, y un pequeño equipaje liviano ahora tenía conmigo otro más pesado que ese día, el arrepentimiento pesando igual que una montaña, me encaminé hacía el terminal de buses.
Durante el viaje dormí sin despertar hasta que el bus se detuvo, y un muchacho me despertó, para avisarme que habíamos llegado.
Me pareció sorprendente, el aire frío raspando las hojas de los árboles, las luces de los coches igual que luciérnagas gigantes correteando por la ciudad, la melancolía de las calles, el sol extinguiéndose lentamente en el horizonte, el cielo rojizo, como hace diez años. Caminé despacio. Tenía miedo tropezar, aunque la vereda de la calle de nuestra casa, la conocía como a la palma de mi mano. A medida que iba acercándome a la casa, mi corazón saltaba de emoción, y al mismo tiempo, se me secaba la lengua de angustia. Llegué a la puerta de la calle. Estaba entreabierta. Los árboles del jardín seguían allí, inmutables, macizos, callados. Empujé la puerta de la calle hacía adentro, que chirrió, y volvió a hacerlo al cerrarse a mis espaldas. Por unos segundos, quise dar la vuelta y salir a la calle y perderme para siempre. Algo me detuvo, que seguí adelante, temblando como hoja seca. Todavía estaba a unos metros de la puerta del hall de casa. Dentro de ella las luces estaban encendidas. Avancé unos pasos adelante, como petrificado por la tarde moribunda, igual que hace diez años antes. La puerta, más pálida que el día que me fui, se abrió, y Magdalena apareció en el umbral de la puerta, por unos segundos la miré intensamente, pero no pude articular palabra alguna. Me quedé tieso frente a ella. Mis ojos comenzaron a humedecer y a nublarse mi vista. En la opacidad de mi mirada y el silencio de mi alma, pude escuchar su voz cansada, pero firme como hace diez años atrás:
—Hace diez años te dije, que posiblemente no regresarías, pero, que yo estaría aquí esperándote. Y aquí he estado durante todos estos años esperando tu regreso cada atardecer, Eduardo Laguna.

AYER NO MAS

Para Mijael Frías
No sé en qué momento de mi vida comenzó a gustarme tanto. Tiene que haber sido hace un par de meses, posiblemente. Porque mucho antes, nadie hubiera dado un centavo por ella. Tenía las piernas flacas. Se vestía como hombre, con los jeans agujereados, y camisas de franela desabotonadas. El pelo descuidado y lacio caía hasta su hombro. Tetas ni para remedio se veían venir en su pecho recto como una tabla. Mis amigos por eso la decían, la tabla pecho y culo de pared. A diferencia de ella, sus compañeras de curso, ya estaban buenas para iniciarlas en el arte de hacer el amor. A dos de ellas las hice pasar por el aguijonazo temible de la primera vez. Yo estaba cursando el último año de secundaria. quizá por eso, antes de pasar a la universidad, uno trata de aprovechar al máximo, sobre todo en cuestión de culos. Oportunidad que se presentaba, con alguna chiquita de cursos inferiores, no lo desperdiciaba. Pero mi prima no llamaba la atención a nadie. A pesar de su facha, que más parecía hombre que mujer, las veces que estuve a su lado no dejé de considerarla una hembra. creo que ella me ha mirado siempre como lo que soy: un incansable mujeriego.
En las ferias, y otras fiestas populares, la llevaba a jugar futbolines. Era una diversión única pasearme con ella. Los tiros al blanco, con un rifle chueco, nos hacía morir de la risa, porque en cien tiros había uno por ciento de posibilidad de dar en el objetivo. Las suertes sin blanca, en las más de las veces, nos dejaba como recuerdo un dulce, o si la fortuna ayudaba, una alcancía. Los algodones de azúcar terminaba por dejarnos la boca prendosa. Tiro al blanco con pelotas de trapo, me dejaba al otro día, brazos para qué te quiero. Ella se moría riendo con el algodón rojo en la mano, y la gorra con la vicera atrás. Merodear por las ferias fue uno de los pocos momentos, que pasaba con ella. Mi vida tenía otro ritmo. Pero, por ser primos únicos, daba la necesidad (o casualidad) más allá de nuestro parentesco, buscar una salida a nuestra soledad de ser hijos únicos.
Después que terminé la secundaria, y me tocó realizar estudios universitarios, las salidas a las ferias, u otras fiestas de santos en parroquias o barrios, se limitó a las más importantes de la ciudad. Tres a cuatro veces al año. Durante ese tiempo, más allá de esas veces, en las reuniones de familia nos encontrábamos, para algún cumpleaños, o fiesta de otro tipo. Yo seguía viendo en ella una chiquilla, a punto de concluir la secundaria. No le conocí pretendiente alguno, ni escuché que la cortejara algún chico. Ella no cambió su concepto, sobre mi vida de negrero empedernido. Una de las últimas ferias, a la que asistimos juntos fue, "San Francisco descalzo y pobre", en una parroquia de los suburbios, y mientras jugábamos futbolín me dijo:
-Ahora que vas a la universidad, ya no tienes tiempo como antes, seguramente las chicas que tienes no te dejan ni respirar.
No presté mucha atención a sus palabras. Sin duda que, estas contenían ya el germen de lo que sucedería mucho después. Es que nadie sabe lo que le sucede, sino hasta que se da cuenta que ya no es posible ignorarlo. O lo que es lo mismo, pues, uno se da cuenta de lo que tiene sólo cuando lo ha perdido. Eso nos pasaría con el correr del tiempo, a quienes el destino se ensañó en unir, aunque sólo sea por un instante.
Cuando ella terminó el bachillerato unas semanas después la mandaron a estudiar por dos años inglés, en lo de unos tíos a los Estados Unidos. Durante el tiempo que ella estuvo estudiando recibí algunas cartas suyas. Me contaba cómo era la vida en el país del norte. Me preguntaba sobre la situación en el nuestro. Yo me limitaba a responder con unas líneas breves, algunos saludos y anécdotas salidas de mis andanzas con los amigos.
La universidad me divertía mucho. Ya en segundo año se está habituado a todas las mañas del medio: chupas todos los fines de semana; cada día fumar algunos cigarrillos; codearse con los mans del Centro de Estudiantes. Ella ya estaba estudiando inglés y alguna que otra vez la recordaba con esa figura de niña traviesa. El segundo año de su estancia para demostrarme que su viaje no fue al agua, me escribió una carta en inglés. De todas maneras me daba igual si escribía en esa u otra lengua. Yo andaba metido hasta los huevos con la Sarvia. La conocí una noche que estaba con mis amigos del barrio bebiendo unos tragos en el parque. Ella no era de este lado de la ciudad. Vivía al otro extremo, en la zona de Sarco. A primera vista no me causó ningún desorden afectivo. Era amiga de la Giovanna una ñata de mi barrio medio loca que andaba culeando con todo el mundo por un par de tragos y unos jales de pollo. La Sarvia no era tan loca como la Giovi. Se sentaba con los pies cruzados en medio de nosotros, y de rato en rato bebía un poco de licor. No fumaba tabaco ni Bayer. Cuando la Giovi ya estaba pasada en licor ella la llevaba en un taxi hasta su casa. Con mis amigos de la universidad era otra joda. En cambio en mi barrio nos gustaba estar todas las noches en el parque o en alguna casa de los cuates. De mi prima estudiando inglés en los Estados Unidos ni me acordaba.
La Sarvia en una de esas farras en casa de uno de mis cuates del barrio, mientras andábamos girados por el alcohol unos y yerba otros, me dejó que la tocara algunas partes de su cuerpo. Unos senos redondos parecía que iban a romper su corpiño. Sus nalgas y sus piernas me producían erecciones a cada instante. Sin decirnos nada aquella noche nos besamos a comer. Tuvimos algo así como un contrato secreto entre dos seres que se buscan pero sin compromiso alguno. Ella estaba a punto de terminar el colegio. Desde un principio acordamos que lo nuestro no podría ser sino una necesidad y nada más. Para no correr riesgos innecesarios, ya a partir de nuestra primera relación sexual, que fue unos días después de los besos, lo hicimos con protección. Le dije que para mayor seguridad tomara pastillas anticonceptivas y que no era difícil conseguirlas en la farmacia. Yo tuve que acostumbrarme a utilizar condón. Y daba la razón a aquellos que decían que tirar con sombrero era igual que meterse a la piscina con ropa. Así lo sentía con la Sarvía, por eso de practicar la doble seguridad, pero, a veces hacíamos una excepción, las primeras penetraciones del culeo lo hacía sin condón y cuando ya me faltaban unos centímetros para eyacular ella se daba el gusto de forrarme el pene para que acabara en sus entrañas. Dije que andaba metido hasta el cuello con la Sarvia, porque a pesar de que las ñatitas de colegio no me faltaban, siempre volvía a meterme entre sus piernas, a veces pienso que hice de ella una puta a sabiendas que de una u otra forma la dejaría. Alguna vez me dijo que quería casarse conmigo. Como nunca se sabe las locuras que puede hacer el amor, decidí alejarme de la Sarvia. Más tarde me enteré que había empezado a consumir drogas y alcohol y sexo sin medida.
En una carta mi prima me anunciaba su pronto regreso al país. Cómo pasa el tiempo sin que uno se percate de ello pensé. Una multitud de interrogantes cruzó por mi mente. ¿Seguiría siendo aquella niña que yo llevaba a las ferias?, ¿habría cambiado de aspecto?, ¿sería capaz de reconocerla?... De todas formas me emocionaba con su llegada. En la universidad no me iba mal. Estaba a punto de concluir mi octavo semestre de medicina, sin arrastre de materias ni cosa parecida. Ya no me reunía con mis amigos del barrio con frecuencia, sólo de vez en cuando. Alguna que otra ocasión me dejaba llevar por mi tripa alcohólica y acababa hecho mierda.
El arribo de su vuelo estaba previsto para las 9:45 de la mañana. Mis tíos pasaron por mi casa media hora antes. Mis padres se largaron al trabajo encargándome besos para mi prima. Era una mañana tranquila. Pero, me reventaba advertir que el río que cruza la ciudad es un basural que contrasta bruscamente el paisaje. La Costanera estaba despejada. Mi tío conducía despacio mientras mi tía alucinaba con la llegada de su hija. Yo andaba medio inquieto. En algún segundo de mi existencia cruzó un deseo por mi mente. Ese que deja un espacio a la curiosidad, pero nada más que eso. Estacionamos la movilidad en el parqueo al frente del aeropuerto. Había mucha gente entrando y saliendo. Siempre es así en las terminales aéreas; unos que llegan y otros que se van, caras tristes y alegres, despedidas llenas de melancolía y encuentros alborozados, en fin la vida está llena de encuentros y despedidas. En recepción dijeron que el vuelo 886 de American air lines ya estaba cerca. Después de unos minutos vimos aterrizar la nave. Se abrió la escotilla y los pasajeros empezaron a descender por las escaleras bajo la atenta mirada de las azafatas. Carlita apareció delante de nosotros. Ya no era la muchachita con pinta de hombre que hace dos años se fue a estudiar inglés. Se había dejado crecer el cabello hasta más abajo de los hombros y se lo tiñó de trigo. Traía unas gafas transparentes y pequeñas. Unos jeans americanos apretados a su cintura y sus muslos. Se habían rellenado sus senos. Nos abrazamos fuerte. Y en ese intérvalo sentí todo su cuerpo fluir hacia el mío. En sus ojos descubrí una alegría que me penetró profundamente. Abracé a mi tía y Carla a mi tío para dirigirnos hasta el automóvil. Luego de encajar sus maletas en el porta equipajes del coche dejamos atrás el aeropuerto. Volvimos a tomar la Costanera. Carla y yo nos acomodamos en el asiento de atrás. Cruzamos algunas palabras. Miré sus senos a punto de salir del corpiño. Sus piernas robustas. El perfil de su nariz. El lóbulo de sus orejas redondas. Sus labios carnosos y la punta de su lengua. Me sorprendió completamente el mutatis mutandi ejercido en mi prima. Para qué andarse con huevadas, estaba más hermosa que cualquiera de la ñatas que hasta entonces había conocido.
Igual que antes de que ella se fuese a los Estados Unidos a estudiar empezamos a frecuentar las ferias, las fiestas de Santos en las parroquias, a cenar, al sauna y muchos otros lugares y acontecimientos sociales. Nos gustaba mucho ir a la calle España a tomar un trago en algún café. Una de esas noches la lluvia caía sosegadamente sobre la calle. Estábamos en el Carajillo. Ella disfrutando un capuchino y yo un vaso de ron. Un hombre de gabardina azul que estaba detrás de nosotros, derrepente se levantó y se fue hasta el mesón, habló con el mesero. Por la forma de hacerlo parecía que eran muy amigos, para después un poco medio tambaleando venir hasta la mesa donde estaba antes; la agarró por el borde y la colocó sobre su cabeza y salió del Carajillo. Carla me miró y se sonrió al tiempo que se llevaba la tasa a los labios. De regreso a nuestras casas comentamos lo sucedido riendo.
Pero después de algún tiempo ambos entendimos que algo nos unía. ¿Por qué siempre estábamos juntos? ¿Qué es lo que nos hacía sentirnos tan bien el uno con el otro? Eran incógnitas que implícitamente debíamos responder juntos. Y apenas hacía un par de meses que ella había regresado.
Esas incógnitas se despejaron súbitamente el sábado siguiente. Me levanté a eso de las ocho de la mañana pensando en Carla; y no lo niego ni lo haré el resto de mi vida. No sé por qué razón unas ganas incontrolables de estar a su lado me mortificaba. Después de desayunar unas tostadas con un buen café y un baso de jugo de leche con papaya, levanté el auricular del teléfono. Marqué el número de su casa. Contestó la empleada que reconoció mi voz al cacho. Le dije que me comunicara con Carla. Al segundo oí su voz al otro lado de la línea nombrándome.
-Ricardo... Hola... ¿Cómo has estado?
-Cien puntos -mentí.
-¿Qué piensas hacer hoy? Si tienes compro... -antes de que terminara la corte.
-No. Nada en especial que merezca todo mi tiempo.
-¿Quieres almorzar con nosotros? Papá y mamá estarán contentos de tenerte para el almuerzo en casa.
-Sí. Encantado. Allí estaré faltando cinco minutos para las doce.
-Te espero. Chau.
-Adiós -respondí.
El almuerzo estuvo delicioso. Además mis tíos son un amor de gente. Me quieren una enormidad. Me preguntaron cómo estaba yéndome en la universidad. Bromearon diciendo que ya podían enfermarse en la familia con toda confianza. A Carla le dijeron que ahora que sabía inglés podría estudiar también medicina. Ella respondió diciendo que para ser médico no era necesario saber inglés. Y para sorpresa de mi tío, dijo, que estudiaría literatura. Mi tía que haga lo que haga la Carla ella estaría orgullosa. Terminamos de almorzar. Carla y yo nos fuimos a la sala de estar a mirar la tevé. Nos pusimos de acuerdo para ver una película. Ya estaba media hora de cinta de un clásico del cine The White hause. La mamá de Carla apareció en la puerta para decirnos que se iban con mi tío a visitar unos ahijados en las afueras de la ciudad. Nos quedamos solos en la casa. La película ya estaba terminando. Al final de una cinta de drama, cuando esta es buena, deja un vaho de nostalgia en el corazón. Carlita apretó mi mano sobre el sofá.
-Cada vez que vuelvo a verla es como si la estuviera viendo por primera vez...-dijo.
-En cambio, parece que yo tengo el corazón de piedra. Me da igual ver una película de drama o acción...-comenté.
Seguía encendido el televisor. Lentamente crucé mis dedos en los suyos. Ella accedió abriendo la palma de su mano.
-Tengo miedo muchas veces negarme a mí misma, no aceptando lo que siento...-susurró.
-A veces ocurre lo contrario. Uno se niega asimismo dejando que le arrastre aquello que deriva en lo inevitable...-completé.
Con mi mano izquierda moví su rostro hacia el mío. Miré sus ojos profundos detrás de sus anteojos. Con el índice recorrí el largo de sus labios.
-No me mires así. No te das cuenta que estoy temblando. Que no soy capaz de sostener tus ojos sobre los míos. ¿Que estoy asustada?...-suplicó.
-Y qué yo no tengo fuerzas para apartar mis ojos de los tuyos. Qué hay un río irresistible que me lleva a ti. ¿Que ya no puedo volver atrás?...-insistí.
Ya estábamos, camino al lugar sin límites. Envueltos en la modorra de la tarde calurosa del verano. Al quitarle la polera cayeron sus gafas al piso. Desde su cintura mis manos recorrieron el borde de su cuerpo. Desabroché su corpiño. Aparecieron sus senos con los pezones morados y duros. Toque sus puntas con suavidad. Se estremeció suavemente cerrando los ojos.
-Siempre quise vivir un momento así... -gimió.
-Yo... creo que la tarde es preciosa y mucho más aquí contigo... -dije.
La besé lentamente. Ella me abrió su boca y me entregó su lengua. Yo le entregué la mía. Me mordió y chupó como ninguna mujer lo había hecho. Bajé el cierre de su jeans descolorido. Ella me quitó la polera y ya estaba ayudándome a quedar sin pantalones. Hice resbalar su calzón hasta quitarle de su cuerpo. Olfateé la humedad de su sexo igual que al aroma de bálsamo embriagador. Desnudos sobre el sofá seguimos besándonos. Tenía unas ganas de penetrar su vagina, pero debía esperar un poco.
-Nunca he estado con un hombre. No he tenido sexo con nadie... -dijo.
-Cuando te vi en el aeropuerto te deseé...-respondí.
Chupé sus pesones duros y casi la comí a besos hasta el ombligo. Toqué su sexo con el índice derecho y sentí la humedad rebalsando su vulva.
-Carla mírame a los ojos... -supliqué.
Ella clavó sus ojos en los míos. Yo puse mi pene en ese tajo impenetrable. Apreté con fuerza mi pelvis contra la suya. Mi glande amenazó al principio con doblarse. Volví a ajustarme entre sus labios vaginales. Presioné con una fuerza descomunal; mi pene al entrar en su vagina mojada, produjo un sonido igual que si estuviera sacando el corcho a una botella.
-Me duele Ricardo... -aulló.
-También a mí... -dije.
El sudor se enfrío en mi todo mi cuerpo. Caí a un lado. Ella me abrazó fuerte. Gimiendo me llenó de besos por toda mi frente. Yo me sentí mimado por siempre, doblegado por el poder de una mujer. Tras una pausa. El sol en la ventana iba declinando para morir. Las hojas de los árboles se balanceaban con la brisa de la tarde. El televisor seguía encendido. Logramos alcanzar un montón de orgasmos. Ella quedó con las mejillas moradas por el desvirgue y los coitos.
-Sabes que esto que acabamos de hacer, no está permitido. Somos primos hermanos de sangre. Nuestro amor está condenado por el incesto.
-¡El incesto es un invento de algún tarado! El sexo es el camino más corto para la liberación del ser humano. Nadie puede revatir esta verdad, porque todos de una u otra forma, cogemos. El sexo rompe cualquier ley sea natural o inventada. Hasta el amor no es más que sexo encubierto de contrato.
A final de la tarde antes de abandonar su casa. Nos abrazamos fuerte. Nos besamos con ternura. Me acompañó hasta la puerta. El sol ya se había ocultado. Algunas estrellas nacían en el cielo, pero también las luces de la ciudad. Se quedó parada en la puerta.
-Ricardo, este secreto es entre tú y yo, sabes, ¡carajo! -confirmó.
-Digo lo mismo -concluí.
Me adentré por las calles. Por un momento sentí un dolor penetrante alejarme de ella. Al menos por unos momentos más yo estaría en su piel y ella en la mía. De veraz que eso del incesto me importaba un comino. Mi regreso a casa fue largo. Caminaba pensando en cuando volvería a revolcarme con Carla en el sofá o la ducha. Pero la ley y prohibición, el que estuviera estigmatizado tirar con una mujer de la misma tribu, me preocupaba un poquito y a ratos sonsacaba mis ganas con Carla.
Cuando cuento esta historia es lunes. Hace exactamente 24 horas desde que cogimos con mi prima. Aunque es poco tiempo, siento que el deseo de penetrar en su mundo sensual, íntimo, genital, me ahoga. Tengo un dolor dentro de mí porque todavía no logro arrancar el sabor de su sudor del cerebro. Ya le envié un email, diciendo que voy a visitar su familia. Me respondió inmediatamente con un agresivo, Okey. Mientras suceda lo que pienso y deseo, intento hacerme a la idea de que a cualquiera le ha sucedido una experiencia así.

lunes, 26 de marzo de 2007

CADA VIDA UN RECUERDO

No hay forma de quitarse los recuerdos
como quien se quita una camisa (...)
cada vida deja un recuerdo,
uno solo
TOMÁS ELOY MARTINEZ
1
Nació justo el día, que a Dios se le ocurrió estar enfermo. Entró al mundo con el pie derecho más pequeño que el izquierdo; para el colmo, tuerto, que le valió más después el apodo de pirata; escuálido como una lombriz. Y todo eso nada más porque a Dios le dio la gana de enfermarse el día que Pablo pisó la vida. Triste fue el día cuando su madre lo vio, y no pudo soportar la decepción, que echó un alarido al cielo que se escuchó por todo el Hospital. Desde ese momento no quiso volver a verlo.
—¡Dios mío! —dijo su madre apartando la mirada de la cuna donde Pablo estaba quieto como un angelito, sin llorar— Yo que he tratado de vivir lo más dignamente posible. Que tanto he esperado este momento. Que siempre soñé con un hijo de ojos verdes y robusto como su padre, me das Dios este engendro.
Como su madre desde un principio lo despreció, Pablo, sufrió el olvido de quien la trajo a este mundo. Creció en medio del abandono. No conoció el pezón de su madre, ni probó jamás el sabor de la leche materna. El único reducto de amor se lo entregó la cuna en la que aprendió sus primeras palabras, sin nadie con quien repetirlas sino en el silencioso agujero de su pensamiento. La mamadera que la sirvienta de la casa le traía, fue compañera de las interminables noches de soledad. Sentía frío, y buscaba el calor de su madre. Tenía hambre y extrañaba el abrazo maternal. Cuando estaba extenuado por el sueño, nadie le cantaba una canción de cuna. Quería ver el espejo de los ojos de su madre, para mirarse y encontrarse con su imagen.
Nadie le dirigía una sola palabra. Nadie se preocupó por enseñarle a hablar. Todo el mundo exterior entró por sus oídos. Las palabras eran como un aire nuevo que le insuflaba vida, a la asfixia que le producía el aislamiento. Aprendió a distinguir la voz de su padre de la su madre, y con la de su Nana.
—Debes tener mucho cuidado, Natalia —dijo su madre, a la Nana, con el ceño fruncido y la voz seca—. Ya sabes que mis amigas vienen a tomar té. De ningún modo deben enterarse que tengo ese monstruo... —y frunció la nariz— por hijo.
—Pierda cuidado señora —respondió Natalia.
—Y sabes que no debe faltarle su leche —ordenó la desnaturalizada madre—. Si muere no será por falta de alimentación, sino porque Dios así lo dispuso. Bien sabe Dios que prefiero verlo muerto antes que verlo renguear y ser la burla de los demás niños. Y su padre piensa lo mismo.
—Si El de arriba lo mandó así, sabrá por qué —dijo Natalia mientras se santiguaba y besaba la cruz de sus dedos —. El pobre niño no tiene culpa alguna.
—¡Basta Natalia! No más lamentos, que eso no cambia el ojo y la pata chueca de nadie —exclamó la madre.
Natalia, todos los días llevaba la mamadera de leche, y se quedaba mirando aquel ser indefenso, creciendo en una cuna, en un oscuro cuarto donde el sol no asomaba ni por chiste. Maco no escogió nacer con un ojo seco y un pie chueco.
La cuna fue quedando cada vez más estrecha para aquel indefenso ser. Natalia le preparó una cama no muy grande. Pablo gateaba por todos los rincones del cuarto. La puerta siempre cerrada, era dura y le pareció al niño una ruta inescrutable. Tuvo que conformarse con respirar aire fresco, sólo cuando Natalia le traía la leche, y la puerta se entreabría un poco. A medida que iba creciendo, la curiosidad de ver más allá de la puerta, se convirtió en una obsesión. La humedad del cuarto y el encierro hacían de Maco, un ser ensimismado, silencioso, huraño y de mirada prendida en el infinito, pero dentro de él crecía un corazón tierno.
A pesar de su pie chueco, logró encontrar la forma de sostenerse de pie. Ya daba algunos pasos solo. En su intentó cayó tantas veces, que en ellas halló una forma de juego. Subir y bajar de la cama era otra de las diversiones, que le mantenían con la idea de traspasar un día la puerta. Pero, al mismo tiempo, un miedo terrible le encogía el alma. ¿Cómo sería el mundo detrás de la puerta? ¿Qué forma tendrían las voces, que escuchaba todos los días, al otro lado de la puerta? Quizá de grande decidieran sacarlo fuera, y mostrarle ese mundo desconocido, que quería conocer. Natalia, nunca le tomó en brazos ni le dio un beso ni puso su mano en la cabeza nunca. Esto hacía que él la mirara, igual que un animal nervioso. Natalia dejaba los alimentos en el piso e inmediatamente daba media vuelta y desaparecía tras la puerta. En otros momentos, venía para llevarse la ropa sucia, la vascenilla llena de mierda y orines.
Natalia ingresó una tarde al cuarto. Miró a Pablo dormido. Se acercó a la cama despacio, tratando de no hacer el menor ruido posible que despertará al niño. Lo vio crecido y había engordado un poco. Ya no era el enclenque que hace cinco años encerraron en ese cuarto, con la esperanza de que un día muriera. El cabello delgado color del trigo estaba bastante crecido. La piel blanca de su rostro, igual que la del niño Jesús de los pesebres, sin un rasguño, sorprendió a Natalia. El ojo que le faltaba parecía una pasa arrugada. Cuando se movió de un lado para otro de la cama, Natalia, se apresuró a abandonar el cuarto, que por tantos años había limpiado, y tratado de estar el menor tiempo posible dentro, por ordenes de la mamá de Maco.
Corrió a la recámara de la señora. Golpeó la puerta como quien lleva mucha prisa. La puerta se abrió. Tras ella surgió la figura de la madre. Ambas se miraron sin decir una palabra. Así estuvieron unos minutos. Hasta que una de las dos rompió el hielo.
—Natalia, veo que estás nerviosa ¿vienes del cuarto ese? —increpó la madre— ¿Por fin murió la bestia esa, que años y años, hemos tenido que darle de todo?
—No es eso señora —dijo Natalia—. Maco está vivito y coleando. Lo que pasa es que ya está bastante crecido. Algún día verá la forma de salir del cuarto y quien sabe lo que puede pasar. La señora tiene que hacer algo. Además, tengo mucho miedo, porque cuando entro a dejarle la comida, me mira igual que un perro rabioso, pareciera que en cualquier momento va a saltar sobre mí.
—Tienes mucha razón, Natalia —le dijo la madre, mientras se mordía las uñas, muestras de la preocupación que sentía por el destino del hijo aborrecido—. A no preocuparse hija, pues, yo me encargaré de que salga de esta casa, y si no murió hasta ahora, allá donde lo llevaremos no tardará en hacerlo.
—Le juro señora que me da miedo —respondió Natalia, al tiempo que bajaba la cabeza —; puede ser que el niño sea un engendro del diablo.
—Tampoco es para tanto, hija —dijo la madre.
—Entonces dígame por qué nació tuerto y cojo el pobre —respondió Natalia.
—Tú no entenderías, hija, las explicaciones de los médicos. Las causas que han aducido los galenos, son complicadas, y mejor no entenderlas, no —dijo, mientras un aire de madre frustrada le cruzaba el rostro—. Sólo sé que no podría mostrar a mis conocidos la facha de Maco, y decir, que es mi hijo. Yo quería tener un hijo hermoso, que fuera mi orgullo mostrarlo a la gente.
2
Estaba tratando de imaginar cómo sería su madre. La puerta tiesa y grande le infundía miedo y curiosidad. Natalia no podía ser su madre, porque era diferente a él, la miraba y no encontraba nada de él en ella. El único universo que conocía era las cuatro paredes y la cama, del espacio donde no sabía por qué estaba ahí. Nunca escuchó la palabra papá hasta aquel momento perdido en el tiempo, que tras la puerta unas voces la nombraron. Vio abrirse la puerta despacio y unas sombras deslizarse hacía la cama en que estaba él. Temblaba de miedo. Las sombras le taparon los ojos y envolvieron en una manta. Su sentido de orientación le decía que ya no era el aire de su universo, que le golpeaba la cara. Era un aire frío que se estrellaba contra su piel, delicada como una luna nueva. Él quería volver a su aire, pero unas manos duras y grandes, sujetaban como tenazas. La idea de que sus ojos mirarían algo distinto de las cuatro paredes y la cama, le tranquilizaba un poco. Escuchó el sonido fuerte de una puerta distinta a la suya, cerrarse con violencia.
Instantes después el rugido del motor, algo desconocido para él, le asustó mucho. Se preguntaba... ¿dónde estaba Natalia?, ¿y las voces del otro lado de la puerta?, ¿por qué no las escuchaba?, ¿quiénes tenían esas manos duras, que ahora le llevaban a algún lugar distinto al suyo? Sólo ese sonido raro del motor, que le removía todo el cuerpo estaba ahí martillando sus oídos, el único túnel, por donde aprendió a distinguir las voces de más allá de la puerta.
Tendido sobre algo duro sintió un temblor por todo el cuerpo, mientras las voces de aquellas manos duras reían, y a ratos callaban. Debió ser de noche, porque a pesar de estar envuelto en una manta, un frío inmenso mortajaba su tembleque cuerpo. De pronto oyó que el ruido del motor callaba. Las manos que le sacaron de su habitación, volvieron a tomarlo como tenazas. Sintió que le llevaban por un pasillo, porque los pasos retumbaban uno tras de otro; luego se cerraba una puerta tras de otra despacio. Ya no sentía el frío con tanta intensidad como unos momentos atrás. Le quitaron la manta y pusieron encima de un catre. Todo estaba oscuro. Trató de encontrar algún resquicio frente a aquel horizonte negro que le rodeaba. Su ojo derecho, a causa de la ausencia del izquierdo, fue adquiriendo un notable desarrollo, que le permitía mirar a la velocidad de la luz, en cualquier dirección. Buscó un pedazo de luz y no la encontró. Pero, su oído logró percibir la respiración sosegada de otros cuerpos. Una ansiedad llena de miedo le fue nublando la cabeza. Se quedó dormido con la esperanza de conocer, cómo eran los cuerpos de aquellos bultos negros, arrollados igual que él en una larga hilera de catres.
Por la mañana, el tintineo de un ensordecedor timbre, encima de la puerta y las voces de unas mujeres vestidas con mandiles blancos, le despertaron de súbito. Sus manos se crisparon a las sábanas. Miró hacía todos lados. Estaba asustado. El ambiente era diferente: unas mujeres que no eran Natalia, le miraban con ternura. Había chorros incesantes de luz en la sala, y mucho más amplia que el cuartucho donde creció, tal vez unas seis veces más grande. Las paredes de color amarillo y las enormes lámparas, que colgaban del techo, parecía que le iban a reventar el único ojo que miraba como si fueran dos. Muchos niños de caras risueñas, pero llenas de tristeza, le miraban temblorosos. Aquella casa y gentes no sólo eran diferentes, sino mejor, había vida mucho más que hace algunas horas atrás. La mujer de mandil blanco que se fue acercando poco a poco, la miró con cariño y ternura únicas, y eso lo tranquilizó, profundamente.
—Bienvenido a tu nueva casa—dijo la mujer, al tiempo que posaba su mano en la cabeza del niño—. Tu nombre es Pablo ¿verdad? —acotó la mujer.
Fue entonces la primera vez, que escuchó su nombre sonar de forma distinta, y no como lo hacía Natalia o su madre. Más nunca supo por qué le pusieron un nombre tan raro, o posiblemente no era un nombre, pero eso no le importó en absoluto al fin de todo era la única identificación y eso le bastaba.
—¡Vamos! ¡Arriba valiente! —exclamó la mujer, mostrando mucha ternura y buscando no asustar al nuevo inquilino del Hogar de niños abandonados, administrado por las monjas del Sagrado Pecho de Jesús— Un buen desayuno para empezar no está demás.
Buscó en su memoria alguna frase, para expresar la alegría que le insuflaba el aíre de su nuevo hogar. Era como si su lengua estuviera hecha de fierro. Algunos niños fueron acercándose hasta su lecho. Se vio rodeado de muchos niños. Varios de ellos parecían estar nerviosos. Le miraban un tanto desconfiados. Sin embargo, al ver a otros niños rodeando su cama, se sintió muy contento.
—Niños, el desayuno nos espera a todos —dijo, otra mujer que entró empujando violentamente la puerta— ¡Rápido! ¡De pie mis hijos!—concluyó exclamando con voz fuerte.
Salieron algunos niños a la carrera rumbo al comedor, otros fueron atropellados por los más grandes. Pablo se prendió de la mano de la mujer del mandil blanco, que había puesto la mano encima de su cabeza, junto a su cama. Desde el primer momento no extrañó su anterior vida y sabía que estaba comenzando otra distinta.

3
Pablo comenzó a encontrar en su nuevo hogar nuevas relaciones. Relaciones distintas hasta las que entonces conoció. Empezó a olvidarse por completo de Natalia, que tal vez por su condición de empleada y obligada por las circunstancias, jamás le mostró un gesto de ternura. La voz de su madre a quien nunca vio, desapareció de su memoria como lluvia arrasada por el viento. Al contrario, fue tomándole un cariño especial a la mujer que acarició su cabeza. Ella era distinta a Natalia y a su madre. Siempre estaba atenta a su llamado. La mujer del mandil blanco le enseñó a pronunciar sus primeras palabras. Sus manos y su voz eran como un soplo, que fueron humedeciendo su entumecida lengua. Por eso él, que nació justo el día que a Dios se le ocurrió caer enfermo, nunca olvidó el día cuando la mujer del mandil blanco, le dio un beso en la frente y le repitió, que era un niño, tan hermoso, igual a todos los niños del mundo. Jamás olvidaría el esfuerzo de la mujer por enseñarle a hablar. Siempre guardaría en su memoria aquella imagen, de mujer, con una piel delicada, andar pausado, ojos negros y pestañas cortas, cabellos enroscados, anteojos ovalados, y, sobre todo, el olor de su piel que llegó a identificar como algo suyo.
Tampoco borraría del recuerdo el día que se hizo del apodo de el pirata. Jugaba con otros niños del hogar en la huerta a los bandidos. Anibal el niño más pícaro del grupo acostumbraba burlarse de todos, poniéndoles un sinnúmero de trampas y bromas. Allá estaban todos viviendo la aventura de ser unos héroes. Quizá porque no podían encontrar otra manera de ser felices.
—Juguemos a los piratas y corsarios —dijo Anibal mostrando su liderazgo y capacidad para guiar a los demás—. Si en la tevé lo pueden hacer, porque nosotros no podríamos hacerlo. Hemos jugado hasta el cansancio a los policías y soldados, a los camioneros y otros juegos. Es hora de jugar a la aventura y peligro igual que los piratas de las revistas.
—Es verdad —contestó Luchin, un niño flaco de ojos tristes.
—Pero no tenemos barcos ni espadas ni botas —respondió Tano, que tenía fama de ser un niño callado y rehuir a los juegos, para meterse bajo los catres y quedarse dormido allí hasta que alguna de las mujeres lo iba a sacar.
—Eso es lo que menos importa —replicó Fernandito, que escondía las manos, porque las verrugas ya no tenían espacio en sus manos para reproducirse.
—Sí. ¡Juguemos! ¡Juguemos! —gritó levantando las manos y saltando, Pollo, el niño más inquieto del Hogar del Sagrado Pecho de Jesús.
—¡Momento!... un momento. ¡Silencio todos! —vociferó Anibal— Yo voy a decir quienes serán los malos y quienes los buenos. En todas partes siempre ha sido así. Los vencedores siempre son los buenos. Aunque no me gusta mucho la idea, porque también podrían ganar en algunos casos los malos. Aunque alguien habrá dicho que tiene que ser así. No importa.
Anibal mandó a todos formar una columna larga, de pequeño a grande. Fue separándolos a izquierda y derecha. Les puso nombres a cada uno de acuerdo al bando que ocupaban. Decidió que los de la derecha fueran los buenos, por lo tanto, debían llevar nombres de santos y ángeles. Los de la derecha estaban destinados a ser los malos y sus nombres también. A Pablito le tocó estar del lado derecho.
—Pablo tú serás simplemente, el pirata de la pata de palo —dijo Anibal al tiempo que se tapaba el ojo con una mano y cojeaba con la pata recta. Una carcajada general se apoderó de los demás niños —. Después de todo, no necesitas ningún disfraz ni simular nada.
Pablo no respondió nada. Solamente agachó la cabeza. Pero recordó aquel beso que le devolvió la vida. Esa voz dulce, que le rebotaba en el corazón como un sueño jamás soñado. Que le enseñó, a buscar la esperanza ahí donde menos se lo espera y busca. Más bien, para sorpresa de Anibal y los demás, fue quien animó el juego con un interés único. No gozó jamás de otro juego como el de los piratas y corsarios. Desde ese día todos le concieron como el Pirata.
Muchos otros recuerdos todavía le rondan la cabeza. Aún a pesar de ellos, poco a poco se fue haciendo un hombre. La vida le dio con todo, con todo lo más horrendo que a un ser le puede pasar. Pero, el más duro de todos, me lo dijo una vez Pablo, fue nacer el día que Dios se enfermó; y sin saberlo o no Dios, le entrampó gran parte de su existencia, porque él no pidió nacer, a nadie le dijo, "quiero ser cojo y rengo". Mi amigo Pablo, siempre dijo que la existencia de Dios es un problema de quienes han perdido la fe, así sea en uno mismo.
Las campanas de la iglesia de los Franciscanos dieron unos golpes. El sonido del metal se fue hundiendo entre el barullo de las calles, de las cuatro de la tarde. Mientras Pablo fuma una colilla tras otra. Encima de nosotros un ventilador de grandes aspas gira y gira, para darnos un poco de aire fresco, en medio de la endiablada calor que envuelve la ciudad en septiembre. Al menos en este restaurante de ventanales amplios, he encontrado un poco de tranquilidad. Yo quiero salir a la calle para que el sol me chamusque la testera. Gritar a todos que Dios está más enfermo que ese día en que nació Pablo.
El día que Pablo tuvo que dejar el Hogar de las Hermanas del Sagrado Pecho de Jesús, se le hizo un ovillo en el tórax. Las lágrimas nublaron sus ojos. Él que jamás había llorado. Después de que todo lo único hermoso de la vida fue llegar a esa casa, al igual que otros niños, quizá no precisamente por la misma razón que él, pero que sí les hizo compañeros de camino por un tiempo. Algunos de ellos también salieron de allá, pero cada cual tomó el destino de su vida como un reto a muerte. Él dejó allá otros amigos que sabía que nunca más volvería a verlos. Esto le destrozaba el alma por completo.
El primer día después de abandonar el Hogar de niños vagó de un lugar para otro, sin saber qué carajo hacer. El mundo de la ciudad le era ajeno. No conocía a nadie. Sin trabajo y sin familia y sin historia a la cual aferrarse, todo es una mierda, sabes, me decía. Antes de abandonar le dieron unos cuantos pesos, que muy pronto se esfumaron del bolsillo. Buscó en le periódico algún trabajo liviano o pesado no importaba. Fue a dar a una casa grande que necesitaba un jardinero, pero cuando el dueño vio que tenía un píe más corto que el otro y un ojo rengo, le negó el trabajo, cerrando la puerta en su misma nariz. Entonces fue cuando decidió reírse de aquel que se puso enfermo el día que nació. Se dio a la tarea de encontrar la manera de hacerlo. Entendió que la vida no es otra cosa que un campo de batalla, en el que aquel que no lucha, termina aniquilado, no por la vida sino por los otros. Y ahora estaba ahí metido en la médula misma de la vida, convencido de que no hay otra fuerza más grande, que la fuerza del corazón y las ganas de vivir contra toda mala pasada.
Volvieron a sonar las campanas de la iglesia de los franciscanos. Eran las cinco de la tarde. Pablo seguía fumando colilla tras colilla. El café que yo había pedido quedó frío, porque no me atreví a darle un sorbo siquiera. Antes de abandonar el restaurante, pensé, sí, yo creo, Dios continúa postrado en su lecho de teraía intensiva, casi moribundo, resistiendose a la muerte. Nos dimos un fuerte apretón de manos.
—Espero volverte a ver muy pronto —le dije.
—Aquí estaré. Desde hace algún tiempo se me ha dado por venir a sentarme en este lugar y fumar unos cigarros —me contestó haciendo un gesto con el ojo bueno—. Pero no probaste el café.
—Ya está frío. La próxima, juro, que me bebo unas tres tazas —le respondí.
Salí a la calle. El sol ya no estaba tan fuerte como unas horas atrás. Sólo el bullicio de la ciudad aumentó, al punto que mis oídos querían estallar.
Al cabo de una semana de nuestra última charla volví al restaurante de la calle Bolivar donde siempre le encontraba fumando y bebiendo café. No lo encontré. En otras ocasiones pregunté por Pablo a la camarera, una morena de muslos ricos. Me dijo que no volvió a verle por el local. Me dio mucha pena, porque no sé por qué razón no me pasó por la mente preguntarle dónde trabajaba o vivía y qué hacía.
Han pasado cuatro años desde nuestra última charla, en este mismo lugar, una tarde calurosa como esta. Hojeó el periódico mientras el lustrabotas le sacaba un poco de brillo a mis zapatos. "Hombre de estatura mediana. Minusválido. Fue arrollado en la esquina de la calle Ecuador y Ayacucho, por conductor ebrio", decía un titular de la sección policial. Ahí estaba él, en el matutino, con el rostro desfigurado.

MARIPOSA NOCTURNA

Releo, hojeo, a cada instante, esa imagen que guardo de ti: sí, cómo dejarla en el olvido o la nebulosa del recuerdo, la noche que te encontré parada en el umbral de esa puerta enana, fumando un cigarro, tu cuerpo blando y blanco, perfectamente delineado; en el interior del cuartito un viejo catre herrumbroso y una mortecina luz con olor a burdel. Sólo sé que para mi memoria y corazón siempre estarás ahí, sentada, igual que una hermosa mariposa de noche. Mis quejas o mis lamentos sonarán en tu oído como música extraña o finalmente una cantaleta aburrida, de alguien más sin importancia. Posiblemente hablo y te escribo sin medir ninguna consecuencia, más no importa, escribir a una reina de la oscuridad, es un premio único.

Quiero plasmar en estas líneas, la sencillez de quien sólo busca, gritar, desahogar, expulsar los demonios (amores) ardiendo en su alma... Ahora cuando pienso en ti, alrededor de mi mente gira tu aroma, tus ojos, tu rostro... Todavía recuerdo cómo llegué a ti en medio de la noche, noche en que me envolvía un vaho de pena y un poco de locura. Te encontré como flor con pétalos trémulos, te miré y me enamoré; eras igual que una noche limpia y llena de estrellas, pero, ¿quién soy yo para decirte estas frases que posiblemente ya te las dijo alguien? Cuando escucho una salsa erótica o un bolero, inmediatamente me consume tu ausencia; si fuera posible romper la distancia con el solo hecho de pensar, me imagino llegando delante tuyo, agarrarte fuerte contra la pared, decirte despacio, con el corazón en la mano, tú no tienes la culpa de haberme llevado hasta tu pecho, fue la casualidad, la noche, tus ojos, tu infinita paciencia para acogerme, tu magia curando mis heridas... son las tres de la madrugada, y te sigo con el pensamiento a donde vayas, aunque, ni siquiera sé dónde vives, si tu nombre es ese tu nombre, si amas a alguien, si lloras o ríes, si sufres por las noches esperando que pasen pronto las horas.

Me muero por volver a verte y no es el sexo que me atrae y arrastra hacia ti como un imán al que no puedo rechazar, es mucho más, es algo que llevas tatuado en tu voz, algo así como una gota de ternura que alcanza a mojar toda mi soledad. Sabes, soy un hombre triste (creo) y aunque hubiera deseado no serlo, sé que mi lado oscuro del corazón, me lleva por caminos que nunca he recorrido. Siento un dolor horrible, pero no quiero decirte el por qué, aunque sospecho que has empezado a adivinarlo; pero mejor que sea así, disimulado o por lo menos sobreentendido.

Mujer, las muchas manos que han palpado (rán) tu delicado cuerpo, no lograrán ser sino sólo eso, dedos andando ciegos por tu piel; tú eres, ahora para mí, no sé hasta cuando, un amor real, más real que la vida misma; pienso que los hombres pasan y pasan por el río de tu vida, ciegos, mudos, fríos, crispados a tu sexo, sin mirar tu corazón, más yo también, seguramente igual que todo en la vida, no seré más que una mercancía de noche, y, posiblemente, nuestra relación no pase de ser simplemente comercial, sexual... dulce mariposa nocturna, miro tus ojos, saboreo tu aliento a sueño y cansancio y espero que sepas perdonar esta nostalgia mía por ti; más no me importa que nunca hayas pensado o pienses en mí... ¿Qué puedo llegar a ser para tus noches? Nada, tú tienes otra vida, muy cercana a la mía o tan distante que se parecen al agua y el aceite. Eres bonita, dulce, y el corazón se me estremece cuando pienso sólo en tus ojos y tu cabello.

A un poeta argentino, que quedó ciego, ya en el ocaso de su vida, un día cuando le preguntaron que si alguna vez se había enamorado, respondió así: "esa mujer me duele todo el cuerpo". Cuanta razón tenía, porque a mí no sé desde cuando me dueles no sólo el cuerpo sino hasta la vida misma, esta existencia que llevó marcada por el silencio y la melancolía.

Quiero que me veas un momento. No a los ojos, ni al rostro, ambos los tengo cansados. Mira un poco más allá, entre la noche y el día, entre mi tristeza y alegría, seguramente, encontrarás un hombre que ama, sufre, llora, volcado sobre sus libros, en medio de una melodía amarillenta, dándole vueltas y vueltas a esta vida que le tocó vivir, con razón y sin ella. Amo tus ojos, el perfume que impregna tu cuerpo, amo tus labios, amo todo la pureza y dolor que hay en ti. Perdóname, si te digo que estoy enamorado, pero, no se lo digas a nadie, será mejor así. Mientras la vida nos siga juntando, allá donde nos conocimos, no dejaré de ir a verte.

Esa mujer que me cobijó, cuidó y mojó con el calor más fulminante de su cuerpo, una noche cuando vagaba yo sin rumbo, sin patria, sin familia, sin amor, con mis pensamientos apretados, arrinconados en la memoria; esa mujer, a quien le debo un instante de felicidad que alcanza los cuatro puntos cardinales de mi vida entera, tiene alas, ojos, lengua y el sabor de una mariposa nocturna.

Cochabamba, invierno del 2004

Iván Castro Aruzamen