lunes, 26 de marzo de 2007

CADA VIDA UN RECUERDO

No hay forma de quitarse los recuerdos
como quien se quita una camisa (...)
cada vida deja un recuerdo,
uno solo
TOMÁS ELOY MARTINEZ
1
Nació justo el día, que a Dios se le ocurrió estar enfermo. Entró al mundo con el pie derecho más pequeño que el izquierdo; para el colmo, tuerto, que le valió más después el apodo de pirata; escuálido como una lombriz. Y todo eso nada más porque a Dios le dio la gana de enfermarse el día que Pablo pisó la vida. Triste fue el día cuando su madre lo vio, y no pudo soportar la decepción, que echó un alarido al cielo que se escuchó por todo el Hospital. Desde ese momento no quiso volver a verlo.
—¡Dios mío! —dijo su madre apartando la mirada de la cuna donde Pablo estaba quieto como un angelito, sin llorar— Yo que he tratado de vivir lo más dignamente posible. Que tanto he esperado este momento. Que siempre soñé con un hijo de ojos verdes y robusto como su padre, me das Dios este engendro.
Como su madre desde un principio lo despreció, Pablo, sufrió el olvido de quien la trajo a este mundo. Creció en medio del abandono. No conoció el pezón de su madre, ni probó jamás el sabor de la leche materna. El único reducto de amor se lo entregó la cuna en la que aprendió sus primeras palabras, sin nadie con quien repetirlas sino en el silencioso agujero de su pensamiento. La mamadera que la sirvienta de la casa le traía, fue compañera de las interminables noches de soledad. Sentía frío, y buscaba el calor de su madre. Tenía hambre y extrañaba el abrazo maternal. Cuando estaba extenuado por el sueño, nadie le cantaba una canción de cuna. Quería ver el espejo de los ojos de su madre, para mirarse y encontrarse con su imagen.
Nadie le dirigía una sola palabra. Nadie se preocupó por enseñarle a hablar. Todo el mundo exterior entró por sus oídos. Las palabras eran como un aire nuevo que le insuflaba vida, a la asfixia que le producía el aislamiento. Aprendió a distinguir la voz de su padre de la su madre, y con la de su Nana.
—Debes tener mucho cuidado, Natalia —dijo su madre, a la Nana, con el ceño fruncido y la voz seca—. Ya sabes que mis amigas vienen a tomar té. De ningún modo deben enterarse que tengo ese monstruo... —y frunció la nariz— por hijo.
—Pierda cuidado señora —respondió Natalia.
—Y sabes que no debe faltarle su leche —ordenó la desnaturalizada madre—. Si muere no será por falta de alimentación, sino porque Dios así lo dispuso. Bien sabe Dios que prefiero verlo muerto antes que verlo renguear y ser la burla de los demás niños. Y su padre piensa lo mismo.
—Si El de arriba lo mandó así, sabrá por qué —dijo Natalia mientras se santiguaba y besaba la cruz de sus dedos —. El pobre niño no tiene culpa alguna.
—¡Basta Natalia! No más lamentos, que eso no cambia el ojo y la pata chueca de nadie —exclamó la madre.
Natalia, todos los días llevaba la mamadera de leche, y se quedaba mirando aquel ser indefenso, creciendo en una cuna, en un oscuro cuarto donde el sol no asomaba ni por chiste. Maco no escogió nacer con un ojo seco y un pie chueco.
La cuna fue quedando cada vez más estrecha para aquel indefenso ser. Natalia le preparó una cama no muy grande. Pablo gateaba por todos los rincones del cuarto. La puerta siempre cerrada, era dura y le pareció al niño una ruta inescrutable. Tuvo que conformarse con respirar aire fresco, sólo cuando Natalia le traía la leche, y la puerta se entreabría un poco. A medida que iba creciendo, la curiosidad de ver más allá de la puerta, se convirtió en una obsesión. La humedad del cuarto y el encierro hacían de Maco, un ser ensimismado, silencioso, huraño y de mirada prendida en el infinito, pero dentro de él crecía un corazón tierno.
A pesar de su pie chueco, logró encontrar la forma de sostenerse de pie. Ya daba algunos pasos solo. En su intentó cayó tantas veces, que en ellas halló una forma de juego. Subir y bajar de la cama era otra de las diversiones, que le mantenían con la idea de traspasar un día la puerta. Pero, al mismo tiempo, un miedo terrible le encogía el alma. ¿Cómo sería el mundo detrás de la puerta? ¿Qué forma tendrían las voces, que escuchaba todos los días, al otro lado de la puerta? Quizá de grande decidieran sacarlo fuera, y mostrarle ese mundo desconocido, que quería conocer. Natalia, nunca le tomó en brazos ni le dio un beso ni puso su mano en la cabeza nunca. Esto hacía que él la mirara, igual que un animal nervioso. Natalia dejaba los alimentos en el piso e inmediatamente daba media vuelta y desaparecía tras la puerta. En otros momentos, venía para llevarse la ropa sucia, la vascenilla llena de mierda y orines.
Natalia ingresó una tarde al cuarto. Miró a Pablo dormido. Se acercó a la cama despacio, tratando de no hacer el menor ruido posible que despertará al niño. Lo vio crecido y había engordado un poco. Ya no era el enclenque que hace cinco años encerraron en ese cuarto, con la esperanza de que un día muriera. El cabello delgado color del trigo estaba bastante crecido. La piel blanca de su rostro, igual que la del niño Jesús de los pesebres, sin un rasguño, sorprendió a Natalia. El ojo que le faltaba parecía una pasa arrugada. Cuando se movió de un lado para otro de la cama, Natalia, se apresuró a abandonar el cuarto, que por tantos años había limpiado, y tratado de estar el menor tiempo posible dentro, por ordenes de la mamá de Maco.
Corrió a la recámara de la señora. Golpeó la puerta como quien lleva mucha prisa. La puerta se abrió. Tras ella surgió la figura de la madre. Ambas se miraron sin decir una palabra. Así estuvieron unos minutos. Hasta que una de las dos rompió el hielo.
—Natalia, veo que estás nerviosa ¿vienes del cuarto ese? —increpó la madre— ¿Por fin murió la bestia esa, que años y años, hemos tenido que darle de todo?
—No es eso señora —dijo Natalia—. Maco está vivito y coleando. Lo que pasa es que ya está bastante crecido. Algún día verá la forma de salir del cuarto y quien sabe lo que puede pasar. La señora tiene que hacer algo. Además, tengo mucho miedo, porque cuando entro a dejarle la comida, me mira igual que un perro rabioso, pareciera que en cualquier momento va a saltar sobre mí.
—Tienes mucha razón, Natalia —le dijo la madre, mientras se mordía las uñas, muestras de la preocupación que sentía por el destino del hijo aborrecido—. A no preocuparse hija, pues, yo me encargaré de que salga de esta casa, y si no murió hasta ahora, allá donde lo llevaremos no tardará en hacerlo.
—Le juro señora que me da miedo —respondió Natalia, al tiempo que bajaba la cabeza —; puede ser que el niño sea un engendro del diablo.
—Tampoco es para tanto, hija —dijo la madre.
—Entonces dígame por qué nació tuerto y cojo el pobre —respondió Natalia.
—Tú no entenderías, hija, las explicaciones de los médicos. Las causas que han aducido los galenos, son complicadas, y mejor no entenderlas, no —dijo, mientras un aire de madre frustrada le cruzaba el rostro—. Sólo sé que no podría mostrar a mis conocidos la facha de Maco, y decir, que es mi hijo. Yo quería tener un hijo hermoso, que fuera mi orgullo mostrarlo a la gente.
2
Estaba tratando de imaginar cómo sería su madre. La puerta tiesa y grande le infundía miedo y curiosidad. Natalia no podía ser su madre, porque era diferente a él, la miraba y no encontraba nada de él en ella. El único universo que conocía era las cuatro paredes y la cama, del espacio donde no sabía por qué estaba ahí. Nunca escuchó la palabra papá hasta aquel momento perdido en el tiempo, que tras la puerta unas voces la nombraron. Vio abrirse la puerta despacio y unas sombras deslizarse hacía la cama en que estaba él. Temblaba de miedo. Las sombras le taparon los ojos y envolvieron en una manta. Su sentido de orientación le decía que ya no era el aire de su universo, que le golpeaba la cara. Era un aire frío que se estrellaba contra su piel, delicada como una luna nueva. Él quería volver a su aire, pero unas manos duras y grandes, sujetaban como tenazas. La idea de que sus ojos mirarían algo distinto de las cuatro paredes y la cama, le tranquilizaba un poco. Escuchó el sonido fuerte de una puerta distinta a la suya, cerrarse con violencia.
Instantes después el rugido del motor, algo desconocido para él, le asustó mucho. Se preguntaba... ¿dónde estaba Natalia?, ¿y las voces del otro lado de la puerta?, ¿por qué no las escuchaba?, ¿quiénes tenían esas manos duras, que ahora le llevaban a algún lugar distinto al suyo? Sólo ese sonido raro del motor, que le removía todo el cuerpo estaba ahí martillando sus oídos, el único túnel, por donde aprendió a distinguir las voces de más allá de la puerta.
Tendido sobre algo duro sintió un temblor por todo el cuerpo, mientras las voces de aquellas manos duras reían, y a ratos callaban. Debió ser de noche, porque a pesar de estar envuelto en una manta, un frío inmenso mortajaba su tembleque cuerpo. De pronto oyó que el ruido del motor callaba. Las manos que le sacaron de su habitación, volvieron a tomarlo como tenazas. Sintió que le llevaban por un pasillo, porque los pasos retumbaban uno tras de otro; luego se cerraba una puerta tras de otra despacio. Ya no sentía el frío con tanta intensidad como unos momentos atrás. Le quitaron la manta y pusieron encima de un catre. Todo estaba oscuro. Trató de encontrar algún resquicio frente a aquel horizonte negro que le rodeaba. Su ojo derecho, a causa de la ausencia del izquierdo, fue adquiriendo un notable desarrollo, que le permitía mirar a la velocidad de la luz, en cualquier dirección. Buscó un pedazo de luz y no la encontró. Pero, su oído logró percibir la respiración sosegada de otros cuerpos. Una ansiedad llena de miedo le fue nublando la cabeza. Se quedó dormido con la esperanza de conocer, cómo eran los cuerpos de aquellos bultos negros, arrollados igual que él en una larga hilera de catres.
Por la mañana, el tintineo de un ensordecedor timbre, encima de la puerta y las voces de unas mujeres vestidas con mandiles blancos, le despertaron de súbito. Sus manos se crisparon a las sábanas. Miró hacía todos lados. Estaba asustado. El ambiente era diferente: unas mujeres que no eran Natalia, le miraban con ternura. Había chorros incesantes de luz en la sala, y mucho más amplia que el cuartucho donde creció, tal vez unas seis veces más grande. Las paredes de color amarillo y las enormes lámparas, que colgaban del techo, parecía que le iban a reventar el único ojo que miraba como si fueran dos. Muchos niños de caras risueñas, pero llenas de tristeza, le miraban temblorosos. Aquella casa y gentes no sólo eran diferentes, sino mejor, había vida mucho más que hace algunas horas atrás. La mujer de mandil blanco que se fue acercando poco a poco, la miró con cariño y ternura únicas, y eso lo tranquilizó, profundamente.
—Bienvenido a tu nueva casa—dijo la mujer, al tiempo que posaba su mano en la cabeza del niño—. Tu nombre es Pablo ¿verdad? —acotó la mujer.
Fue entonces la primera vez, que escuchó su nombre sonar de forma distinta, y no como lo hacía Natalia o su madre. Más nunca supo por qué le pusieron un nombre tan raro, o posiblemente no era un nombre, pero eso no le importó en absoluto al fin de todo era la única identificación y eso le bastaba.
—¡Vamos! ¡Arriba valiente! —exclamó la mujer, mostrando mucha ternura y buscando no asustar al nuevo inquilino del Hogar de niños abandonados, administrado por las monjas del Sagrado Pecho de Jesús— Un buen desayuno para empezar no está demás.
Buscó en su memoria alguna frase, para expresar la alegría que le insuflaba el aíre de su nuevo hogar. Era como si su lengua estuviera hecha de fierro. Algunos niños fueron acercándose hasta su lecho. Se vio rodeado de muchos niños. Varios de ellos parecían estar nerviosos. Le miraban un tanto desconfiados. Sin embargo, al ver a otros niños rodeando su cama, se sintió muy contento.
—Niños, el desayuno nos espera a todos —dijo, otra mujer que entró empujando violentamente la puerta— ¡Rápido! ¡De pie mis hijos!—concluyó exclamando con voz fuerte.
Salieron algunos niños a la carrera rumbo al comedor, otros fueron atropellados por los más grandes. Pablo se prendió de la mano de la mujer del mandil blanco, que había puesto la mano encima de su cabeza, junto a su cama. Desde el primer momento no extrañó su anterior vida y sabía que estaba comenzando otra distinta.

3
Pablo comenzó a encontrar en su nuevo hogar nuevas relaciones. Relaciones distintas hasta las que entonces conoció. Empezó a olvidarse por completo de Natalia, que tal vez por su condición de empleada y obligada por las circunstancias, jamás le mostró un gesto de ternura. La voz de su madre a quien nunca vio, desapareció de su memoria como lluvia arrasada por el viento. Al contrario, fue tomándole un cariño especial a la mujer que acarició su cabeza. Ella era distinta a Natalia y a su madre. Siempre estaba atenta a su llamado. La mujer del mandil blanco le enseñó a pronunciar sus primeras palabras. Sus manos y su voz eran como un soplo, que fueron humedeciendo su entumecida lengua. Por eso él, que nació justo el día que a Dios se le ocurrió caer enfermo, nunca olvidó el día cuando la mujer del mandil blanco, le dio un beso en la frente y le repitió, que era un niño, tan hermoso, igual a todos los niños del mundo. Jamás olvidaría el esfuerzo de la mujer por enseñarle a hablar. Siempre guardaría en su memoria aquella imagen, de mujer, con una piel delicada, andar pausado, ojos negros y pestañas cortas, cabellos enroscados, anteojos ovalados, y, sobre todo, el olor de su piel que llegó a identificar como algo suyo.
Tampoco borraría del recuerdo el día que se hizo del apodo de el pirata. Jugaba con otros niños del hogar en la huerta a los bandidos. Anibal el niño más pícaro del grupo acostumbraba burlarse de todos, poniéndoles un sinnúmero de trampas y bromas. Allá estaban todos viviendo la aventura de ser unos héroes. Quizá porque no podían encontrar otra manera de ser felices.
—Juguemos a los piratas y corsarios —dijo Anibal mostrando su liderazgo y capacidad para guiar a los demás—. Si en la tevé lo pueden hacer, porque nosotros no podríamos hacerlo. Hemos jugado hasta el cansancio a los policías y soldados, a los camioneros y otros juegos. Es hora de jugar a la aventura y peligro igual que los piratas de las revistas.
—Es verdad —contestó Luchin, un niño flaco de ojos tristes.
—Pero no tenemos barcos ni espadas ni botas —respondió Tano, que tenía fama de ser un niño callado y rehuir a los juegos, para meterse bajo los catres y quedarse dormido allí hasta que alguna de las mujeres lo iba a sacar.
—Eso es lo que menos importa —replicó Fernandito, que escondía las manos, porque las verrugas ya no tenían espacio en sus manos para reproducirse.
—Sí. ¡Juguemos! ¡Juguemos! —gritó levantando las manos y saltando, Pollo, el niño más inquieto del Hogar del Sagrado Pecho de Jesús.
—¡Momento!... un momento. ¡Silencio todos! —vociferó Anibal— Yo voy a decir quienes serán los malos y quienes los buenos. En todas partes siempre ha sido así. Los vencedores siempre son los buenos. Aunque no me gusta mucho la idea, porque también podrían ganar en algunos casos los malos. Aunque alguien habrá dicho que tiene que ser así. No importa.
Anibal mandó a todos formar una columna larga, de pequeño a grande. Fue separándolos a izquierda y derecha. Les puso nombres a cada uno de acuerdo al bando que ocupaban. Decidió que los de la derecha fueran los buenos, por lo tanto, debían llevar nombres de santos y ángeles. Los de la derecha estaban destinados a ser los malos y sus nombres también. A Pablito le tocó estar del lado derecho.
—Pablo tú serás simplemente, el pirata de la pata de palo —dijo Anibal al tiempo que se tapaba el ojo con una mano y cojeaba con la pata recta. Una carcajada general se apoderó de los demás niños —. Después de todo, no necesitas ningún disfraz ni simular nada.
Pablo no respondió nada. Solamente agachó la cabeza. Pero recordó aquel beso que le devolvió la vida. Esa voz dulce, que le rebotaba en el corazón como un sueño jamás soñado. Que le enseñó, a buscar la esperanza ahí donde menos se lo espera y busca. Más bien, para sorpresa de Anibal y los demás, fue quien animó el juego con un interés único. No gozó jamás de otro juego como el de los piratas y corsarios. Desde ese día todos le concieron como el Pirata.
Muchos otros recuerdos todavía le rondan la cabeza. Aún a pesar de ellos, poco a poco se fue haciendo un hombre. La vida le dio con todo, con todo lo más horrendo que a un ser le puede pasar. Pero, el más duro de todos, me lo dijo una vez Pablo, fue nacer el día que Dios se enfermó; y sin saberlo o no Dios, le entrampó gran parte de su existencia, porque él no pidió nacer, a nadie le dijo, "quiero ser cojo y rengo". Mi amigo Pablo, siempre dijo que la existencia de Dios es un problema de quienes han perdido la fe, así sea en uno mismo.
Las campanas de la iglesia de los Franciscanos dieron unos golpes. El sonido del metal se fue hundiendo entre el barullo de las calles, de las cuatro de la tarde. Mientras Pablo fuma una colilla tras otra. Encima de nosotros un ventilador de grandes aspas gira y gira, para darnos un poco de aire fresco, en medio de la endiablada calor que envuelve la ciudad en septiembre. Al menos en este restaurante de ventanales amplios, he encontrado un poco de tranquilidad. Yo quiero salir a la calle para que el sol me chamusque la testera. Gritar a todos que Dios está más enfermo que ese día en que nació Pablo.
El día que Pablo tuvo que dejar el Hogar de las Hermanas del Sagrado Pecho de Jesús, se le hizo un ovillo en el tórax. Las lágrimas nublaron sus ojos. Él que jamás había llorado. Después de que todo lo único hermoso de la vida fue llegar a esa casa, al igual que otros niños, quizá no precisamente por la misma razón que él, pero que sí les hizo compañeros de camino por un tiempo. Algunos de ellos también salieron de allá, pero cada cual tomó el destino de su vida como un reto a muerte. Él dejó allá otros amigos que sabía que nunca más volvería a verlos. Esto le destrozaba el alma por completo.
El primer día después de abandonar el Hogar de niños vagó de un lugar para otro, sin saber qué carajo hacer. El mundo de la ciudad le era ajeno. No conocía a nadie. Sin trabajo y sin familia y sin historia a la cual aferrarse, todo es una mierda, sabes, me decía. Antes de abandonar le dieron unos cuantos pesos, que muy pronto se esfumaron del bolsillo. Buscó en le periódico algún trabajo liviano o pesado no importaba. Fue a dar a una casa grande que necesitaba un jardinero, pero cuando el dueño vio que tenía un píe más corto que el otro y un ojo rengo, le negó el trabajo, cerrando la puerta en su misma nariz. Entonces fue cuando decidió reírse de aquel que se puso enfermo el día que nació. Se dio a la tarea de encontrar la manera de hacerlo. Entendió que la vida no es otra cosa que un campo de batalla, en el que aquel que no lucha, termina aniquilado, no por la vida sino por los otros. Y ahora estaba ahí metido en la médula misma de la vida, convencido de que no hay otra fuerza más grande, que la fuerza del corazón y las ganas de vivir contra toda mala pasada.
Volvieron a sonar las campanas de la iglesia de los franciscanos. Eran las cinco de la tarde. Pablo seguía fumando colilla tras colilla. El café que yo había pedido quedó frío, porque no me atreví a darle un sorbo siquiera. Antes de abandonar el restaurante, pensé, sí, yo creo, Dios continúa postrado en su lecho de teraía intensiva, casi moribundo, resistiendose a la muerte. Nos dimos un fuerte apretón de manos.
—Espero volverte a ver muy pronto —le dije.
—Aquí estaré. Desde hace algún tiempo se me ha dado por venir a sentarme en este lugar y fumar unos cigarros —me contestó haciendo un gesto con el ojo bueno—. Pero no probaste el café.
—Ya está frío. La próxima, juro, que me bebo unas tres tazas —le respondí.
Salí a la calle. El sol ya no estaba tan fuerte como unas horas atrás. Sólo el bullicio de la ciudad aumentó, al punto que mis oídos querían estallar.
Al cabo de una semana de nuestra última charla volví al restaurante de la calle Bolivar donde siempre le encontraba fumando y bebiendo café. No lo encontré. En otras ocasiones pregunté por Pablo a la camarera, una morena de muslos ricos. Me dijo que no volvió a verle por el local. Me dio mucha pena, porque no sé por qué razón no me pasó por la mente preguntarle dónde trabajaba o vivía y qué hacía.
Han pasado cuatro años desde nuestra última charla, en este mismo lugar, una tarde calurosa como esta. Hojeó el periódico mientras el lustrabotas le sacaba un poco de brillo a mis zapatos. "Hombre de estatura mediana. Minusválido. Fue arrollado en la esquina de la calle Ecuador y Ayacucho, por conductor ebrio", decía un titular de la sección policial. Ahí estaba él, en el matutino, con el rostro desfigurado.