martes, 17 de abril de 2007

EL UMBRAL DE LA PUERTA

El día que regresé a su lado, ella estaba ahí en el umbral de la puerta, muda y silenciosa, esperando que un día yo regresara.
La había dejado a la deriva, persiguiendo un sueño que no alcanzaría jamás. Ella me parecía una flor que iba secándose poco a poco, sin pena ni gloria alguna. Yo no alcancé a dejar mi semilla dentro de ella. Me decía yo mismo, que no hay peor mal para el amor que el mismo amor, y no quise nunca ser un tronco vacío, incapaz de dar fruto alguno. Y aún a pesar de eso, a ella no le incomodaba ni le quemaba en absoluto, mi esterilidad. No tenía otra razón para vivir sino el de retenerme a su lado a cualquier precio.
Creo que nunca pensó ni siquiera lo soñó; y es más, ni la más diminuta idea abrigó su pensamiento, que un día yo cruzara el umbral de la puerta, y me fuera por un sendero desconocido, con la posibilidad de no volver mas nunca.
Ya antes de que nos casáramos añoramos día a día, por mucho tiempo el retoño de nuestro amor. Esperábamos su llegada desde algún remoto lugar. Al no ver realizado ese sueño, nuestra casa nos parecía vacía, enorme, silenciosa, sin alguna travesura que rompiera la rutina, sin una risa leve, sin un grito o un lloriqueo que partiera la monotonía. Los Bientefué entonaban su canto, sentados en la copa del árbol más alto del jardín. Y nosotros nos pasábamos sentados sobre la alfombra, al calor de la hoguera de la chimenea. Algunas noches nos amábamos hasta el cansancio, con la esperanza de oír un día el latido fuerte de un nuevo corazón, dentro del vientre de Magdalena. La luna redonda de abril, y las nubes oscuras de noches tibias, fueron testigos de ese sueño nuestro.
Mi martirio se volvió para mí inadmisible desde aquel día que descubrí que yo no podría engendrar nuestro amor con un hijo. Entonces un maligno rencor de odio, a mí mismo, se me incrustó en el pecho. No hablé con nadie de mi frustración masculina ni siquiera con la mujer de mi vida con quien me casé. Callé igual que un cordero cuando es conducido al matadero. Mi mirada se extravió en el oscuro callejón del silencio. Quería irme lo más pronto posible al otro lado de la vida, o a algún lugar donde podría iniciar una vida sola y desconocida. Mis ojos petrificados por la nostalgia, eran como un vidrio roto. La brusca caída de mi cabello me acongojaba sin parar. Nada era capaz de sacarme del abismo espantoso del aislamiento producto de la frustración.
Magdalena deshacía el tiempo tratando de devolverme la esperanza, con una mirada, una caricia larga en la espalda, un beso escondido en la noche o a cualquier hora del día. Contenía sus lágrimas para no mortificarme en absoluto. Permanecía al costado de la cama, en silencio, mientras yo alargaba las noches, porque quería morirme. Fingía dormir. Y ella rompía en llanto callado, tragándose nuestra ilusión. Y el rojo de sus ojos me decía que se moría en mares de lágrimas.
La preguntaba yo aún sabiendo por qué lloraba:
—Es por el hijo que nunca vendrá ¿verdad?
—No es nada. Es el viento y este maldito sol, que quema como brasa y hiere los ojos —respondía tratando de tranquilizarme, al tiempo que me agarraba de la mano con fuerza y cariño—;sólo que te estás desgastando cada día, pensando en esa absurda idea de que no podemos tener un hijo. Te estás olvidando de ti. Después de todo, un hijo, para saber que el amor existe no es todo. La culpa no es de ti ni de mí, sino de Dios, si existe y si no será del destino o el azar. Qué importancia puede tener eso ahora.
—No. Yo sé que es por mi culpa —le respondía—; por mi maldita culpa, que yo no escogí tenerla.
Y me imaginaba cómo sería el día de mi entierro. Ese día en que acabaría toda mi desdicha. Magdalena se pondría un vestido negro, apretado a su cuerpo, largo hasta los tobillos. Una magdalena pequeña de seda amarrada a la cabeza. Llorosa y temblando al pie de la tumba, no pronunciaría palabra alguna. Sólo atinaría a mascar dentro de ella un largo adiós. Sus ojos hinchados y el hilo de sus labios entumecidos, frente a los demás, no sería otra cosa, que la cara de la agonía. Hasta en ese momento terrible, en que definitivamente, estaría condenado a ser pasto de los gusanos, no dejaría ella de amarme. Me perdonaría haber nacido, con los espermas débiles, incapaces de alcanzar el óvulo, y fecundarlo siguiendo una ley de la naturaleza. Y yo ya dentro del féretro, seguiría oliendo y añorando su cuerpo. Saboreando el dulce de su boca igual que miel fresca. Por mi mente pasarían una y otra vez, el color de sus ojos, doblegándome, como la tarde que la conocí, y nos quedamos juntos, sin poder vivir lejos el uno del otro. Y la cruda realidad de, no haberla podido dar un hijo, acabaría por matarme completamente con una muerte totalmente definitiva.
El día ése que decidí marcharme, me di cuenta que no era capaz de optar por el suicidio como alternativa a mi frustración, quizá con la idea de aplacar todo sentimiento de culpa, y librar a Magdalena de la causa de mi desgracia. Ese día recuerdo que la dejé parada en el umbral de la puerta. Antes de desaparecer tragado por la silenciosa tarde teñida de un crepúsculo rojizo, sin volver la vista atrás, me pareció escuchar el golpeteo acelerado de su corazón, allá dentro de su pecho.
—Magdalena, no tiene sentido, que vivas a mi lado y que eches a perder tu vida por mi culpa. Desde este momento quedas libre. Tu felicidad está en otro lado. Yo me marcho porque no puedo darte la felicidad que mereces —le dije, pensando que tal vez ella pudiera encontrar alguien, que fuera capaz de darle algo que yo no pude.
—Sé que te vas y, posiblemente, no regreses nunca, pero yo estaré aquí esperando tu regreso un día —me dijo—. Y se quedó mirando cómo la daba yo la espalda sordo a sus súplicas e iniciaba mi marcha, sin saber a dónde.
La calle estaba quieta. Un coche pasó a toda velocidad. Las luces empezaban cobrar vida. Un aire helado raspaba las hojas de los árboles. El cielo rojizo del invierno allá arriba encima de mi cabeza. Caminé durante algunos minutos. En una esquina esperaban unas personas el bus. Quise pasar de largo, pero decidí también esperar el bus. Llevaba conmigo un equipaje liviano, lo necesario para vivir por algún tiempo más. El equipaje, que pesaba todavía más, era mi desilusión y el dolor de ver cómo mis ansias de ser feliz al lado de la mujer de mi vida, se derrumbaba, por la soledad a la que la vida me condenó o no sé quién.
Me senté en los últimos asientos del bus. Afuera la noche iba cerrándolo todo. Hubiera querido que el motorizado no se detuviera nunca. Poco a poco los pasajeros fueron bajando. Me vi solo en el bus y sentí una larga ausencia, la de Magdalena. Era mejor, sin embargo estar lejos, que ser causa de un dolor mucho más hondo, la infelicidad del ser que se ama. Bajé del bus en una esquina. El aire frío había endurecido más con las sombras de la noche. Los coches pasaban despacio con los faros encendidos. No podía quedarme en la ciudad. Estiré la mano para parar un táxi. Me metí dentro. Pedí al chofer que me llevará al terminal de buses.
Desperté en una ciudad a catorce horas de Magdalena.
Vagué de un lado a otro. La ciudad era bonita. Avenidas amplías y mucha vegetación. El aire cálido me hacía sudar a chorros y no veía montañas por ningún lado. El sol ya alto, me latigueaba la cabeza. Me hospedé en un Hostal de tres estrellas. Después de una ducha caliente bajé a la pensión, al lado del hotel, y desayuné en un absoluto silencio. El resto del día me quedé a dormir en mi habitación. Mis días en una ciudad desconocida se hicieron eternos.
A veces, mientras caminaba sin rumbo, y veía gente correr ensimismada o con una maleta en la mano. O algún mendigo en una esquina calentándose en un fuego hecho con pedazos de cartón. Me veía volviendo a casa. Magdalena se había marchado de nuestro hogar. Dejando la puerta con el cerrojo, y yo derribaba la puerta a patadas. A gritos llamaba a Magdalena. En medio de mi delirio de rabia y locura, me parecía verla sentada en el viejo sillón, un niño hermoso de tés blanca, sobre sus faldas. Estaba vieja y casi esquelética y el cabello canoso y los ojos marchitos y las arrugas de su rostro me asustaban. Ella sin alzar la cabeza ni percatarse de mi presencia, parecía que no me oía ni podía mirar. El niño en sus rodillas chupándose un dedito. Y mientras, me pongo a temblar descubro mi foto, descolorida, ajada, y al lado una foto suya y una tercera del día de nuestra boda. No puedo aguantar tanto olvido. Entonces doy media vuelta. No quiero seguir mirando la escena a raíz de mi marcha. Siento que la vida se me desgrana igual que una mazorca de maíz. Me digo que es una pesadilla y no la realidad. El remordimiento me tuerce las tripas; porque no debí marcharme y dejarte sola. Era que me quede a tu lado y envejecer contigo. Y me duele la idea de que tu estarás pesando, que fui un cretino un egoísta un hijo de mala madre por haberte abandonado. Y tengo miedo que tu ánima empiece a perseguirme y me acose, obligándome a copular, igual a aquellas noches en las que nos amábamos hasta el cansancio. Mi demencia me lleva mucho más allá. Y la veo levantarse del sillón, para lanzarse en mis brazos, y rehuyo el toque de sus manos descarnadas, el rose de sus labios secos, el aliento de su boca desdentada. Y que luego me lanzas en cara, la culpa de tu desgaste y encierro. Entonces sólo pienso en salir de la casa. Dar vuelta la llave al cerrojo y cortando el aire escapar a un lugar donde tu presencia no me encuentre jamas. Sin embargo, me digo, Magdalena estará en nuestra casa, extrañando mi cuerpo, mi voz, mis manos, el color de mi cabello. Y yo en esta ciudad desconocida, sin hogar y sin amor y sin lo mejor de ella, su tiempo, su alegría, y su tristeza.
Sin que me diera cuenta, cómo había pasado el tiempo volando. Ya llevaba diez años en esta ciudad. Logré acomodarme sin mucha dificultad a mi trabajo de oficinista. Cuantas veces al salir de mi trabajo, camino a mi hotel, en el bus me encontré con mujeres llevando en brazos un niño, y el alma parecía salirse de mi cuerpo, pensando que yo podía haber tenido la alegría de sentir el calor de un cuerpito pequeño, pegado al mío. O al contemplar una chica de cuerpo esbelto, deseaba acostarme con ella, y que quedará embarazada, pero, la realidad amarga de no servir ni siquiera para preñar una mujer, me devolvía a la realidad a mi realidad.
La soledad empezó a matarme a pesar de los diez años solo. Y lo que más me entristecía y preocupaba era que seguía extrañando con intensidad a Magdalena. La duda que me dejaba en la lona, era si todavía ella, estaría esperándome. Durante estos años ni una carta ni una miserable nota fui capaz de enviarle. Sin quererlo tal vez me propuse morir para ella, sin dejar rastro alguno ni noticia de mi paradero. Por primera vez el miedo a morir solo sin nadie, a pesar de que uno viene solo a este mundo y solo se muere, empezó a doblegarme. Y una fuerza irresistible, como si fuera la voz de Magdalena llamándome, se agitaba en mi interior, diciéndome, que la única forma de no agonizar solo era volver al lado de la mujer que siempre había amado y seguía amándola.
Después de diez años estaba decidido a regresar atrás, las catorce horas que me separaron todos estos años, por mi voluntad, de Magdalena. La diferencia era que ahora yo estaba más viejo, el noventa por ciento de mis cabellos blancos, la barba crecida a mitad canar, y más que nada cansado, con una enorme culpa dentro. A catorce horas de distancia de Magdalena me habían llevado diez años lejos. Ahora recuperar los diez años, posiblemente, me llevaría mas que catorce horas o lo último que me quedaba de vida, o quizá nunca lo recuperaría. Me hacía temblar por dentro, el momento que me asaltaba la idea de, y si tal vez Magdalena hubiera encontrado otro hombre, y le hubiera dado un hijo y ahora sería feliz, y si ya me había olvidado por completo cansada de tanta espera, o en último caso la tristeza habría terminado por matarla y estaba muerta. Pero quedaba una posibilidad, aunque remota pensaba, ella posiblemente seguiría esperando mi regreso.
Igual que diez años antes, el día que llegué a esta ciudad de clima tropical y mujeres hermosas, y un pequeño equipaje liviano ahora tenía conmigo otro más pesado que ese día, el arrepentimiento pesando igual que una montaña, me encaminé hacía el terminal de buses.
Durante el viaje dormí sin despertar hasta que el bus se detuvo, y un muchacho me despertó, para avisarme que habíamos llegado.
Me pareció sorprendente, el aire frío raspando las hojas de los árboles, las luces de los coches igual que luciérnagas gigantes correteando por la ciudad, la melancolía de las calles, el sol extinguiéndose lentamente en el horizonte, el cielo rojizo, como hace diez años. Caminé despacio. Tenía miedo tropezar, aunque la vereda de la calle de nuestra casa, la conocía como a la palma de mi mano. A medida que iba acercándome a la casa, mi corazón saltaba de emoción, y al mismo tiempo, se me secaba la lengua de angustia. Llegué a la puerta de la calle. Estaba entreabierta. Los árboles del jardín seguían allí, inmutables, macizos, callados. Empujé la puerta de la calle hacía adentro, que chirrió, y volvió a hacerlo al cerrarse a mis espaldas. Por unos segundos, quise dar la vuelta y salir a la calle y perderme para siempre. Algo me detuvo, que seguí adelante, temblando como hoja seca. Todavía estaba a unos metros de la puerta del hall de casa. Dentro de ella las luces estaban encendidas. Avancé unos pasos adelante, como petrificado por la tarde moribunda, igual que hace diez años antes. La puerta, más pálida que el día que me fui, se abrió, y Magdalena apareció en el umbral de la puerta, por unos segundos la miré intensamente, pero no pude articular palabra alguna. Me quedé tieso frente a ella. Mis ojos comenzaron a humedecer y a nublarse mi vista. En la opacidad de mi mirada y el silencio de mi alma, pude escuchar su voz cansada, pero firme como hace diez años atrás:
—Hace diez años te dije, que posiblemente no regresarías, pero, que yo estaría aquí esperándote. Y aquí he estado durante todos estos años esperando tu regreso cada atardecer, Eduardo Laguna.